Gustavo Varela
El tango como enfermedad, como mal contagioso. Así fue visto en sus orígenes, cuando aparece como una danza lasciva en medio de la sociedad higienista de fines del siglo XIX. Música del encuentro sexual que merece la condena moral y el rechazo de las clases dirigentes. Pero años después, cuando se extiende a toda la ciudad y se convierte en la música de Buenos Aires, cuando proliferan compositores y poetas, es el mismo tango el que dice de sí mismo ser un veneno que fascina, capaz de llevar a las almas más nobles por el camino del mal. La pregunta que se impone, entonces, y que articula la primera parte del libro, es: ¿por qué el tango, música del instinto sexual y de la algarabía prostibularia se convierte en tan pocos años en un discurso que afirma valores morales tan opuestos a los que le dieron origen? ¿Por qué el placer se transmuta en condena y el regocijo en melancolía? Interrogante que implica encontrar rupturas y discontinuidades en el origen, buscando las fuerzas en tensión. Por ello genealogía, y no historia. Varela no intenta narrar una esencia que deviene en el tiempo, considerando al tango como una entidad metafísica que tiene un origen en el que está escrita toda su identidad, ni tampoco le interesa abordarlo en tanto “música de Buenos Aires”, “modo del sentir porteño”, expresiones que lo circunscriben a definiciones afectivas de encierro y cuidado. El problema de la mirada puramente emotiva volcada hacia la historia es que clausura toda otra interpretación. Y lo que el texto se propone es precisamente abrir sentidos, proponer interrogantes. Como dice Tomás Abraham, son varias las entradas que ofrece este libro: puede leerse como una historia del puritanismo argentino; pueden leerse los vaivenes y rupturas que ha tenido su música en relación con el baile y la poesía, y puede leerse también el modo en que se imbrican vidas y obras tal como se analiza en la segunda parte del libro. Arolas, De Caro, Cobián, Troilo, Piazzolla –vidas que se escriben en partituras – y Celedonio Flores, Contursi, Manzi, Discépolo, Cadícamo, Castillo –fantasmas que ladran en versos– son los compositores y poetas que Varela eligió, en un recorte deliberadamente personal pero no caprichoso, para dar cuenta de las transformaciones en el espíritu del tango. Pues es en la singularidad de cada vida, de cada obra, donde se aloja una fuente de sentidos, donde el tango puede decir su idea particular sobre el destino, el lenguaje, el tiempo.
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